Bendito seas Señor
Fuente: El Informador
Fecha original de publicación: 5 abril 2020
Foto: Cathopic @cristiangutierrezlc
No tomarás el nombre de Dios en vano
L
a pandemia amenaza todas las estructuras de nuestras sociedades. Es normal que en este tipo de situaciones surjan actitudes diferentes. Encomiables, las de quienes buscan fortalecer los lazos de comunión entre todos los seres humanos, así como recuperar valores de compasión, solidaridad y respeto a la dignidad de la vida. Estas personas transparentan, independientemente de su filiación religiosa (o falta de), lo que san Pablo llamó “frutos del Espíritu Santo” (Gal 5, 22): amor, alegría, paz; magnanimidad, amabilidad, bondad; fidelidad, suavidad, domino de sí.
Hay, sin embargo, otras actitudes reprobables que podríamos catalogar bajo los siete pecados capitales. El común denominador de todas es el egoísmo bajo sus diversos disfraces: ese “yo” tirano que exige como ídolo que se le sacrifique todo y a todos. Poca referencia al prójimo, especialmente a los más vulnerables.
Un tesoro de nuestro pueblo sencillo es su fe en Dios. Un atentado contra esa fortaleza fundamental es un delito de lesa humanidad. Eso es precisamente lo que están haciendo los “profetas del castigo divino”. Con dolor e indignación he recibido mensajes y videos que atribuyen la pandemia al castigo de la ira divina por los pecados del mundo. Se atreven inclusive a designar colectivos “culpables” de que padezcamos este castigo de Dios. Tal actitud es una blasfemia contra el Dios revelado en Cristo. Me viene a la mente la respuesta que San Vicente de Paul dio a alguien que atribuyó la muerte de niños expósitos abandonados al frío del invierno parisino al pecado de sus madres, como castigo divino. El santo respondió con una mezcla de tristeza e indignación: “Cuando Dios necesita que alguien cargue con las consecuencias del pecado del mundo, manda a su Hijo”.Dios no ha mandado este terrible sufrimiento para nuestro escarmiento. Dios tampoco “permite” este dolor.
Dios lo sufre con nosotros. Nos acompaña con su presencia amorosa ayudándonos a ser buena noticia unos para otros. Los cristianos sabemos que las lágrimas de Dios sanan y dan vida. De entrada, nos cambian el corazón de piedra por un corazón de carne que nos permite reconocernos como hermanos y hermanas necesitados unos de otros.
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