El sentido de la “inspiración cristiana” de nuestra universidad
Fuente: Semanario Cruce
Fecha original de publicación: 31 agosto 2020
Foto: Semanario Cruce
En el mensaje de la lección inaugural del ciclo académico 2020-2021 del ITESO, el profesor Alexander Zatyrka, SJ, integrante de la Compañía de Jesús, nos invita a identificar que lo fundamental en la vida de las y los universitarios, parte del ejercicio de la gratuidad desde la libertad, no tanto del esfuerzo. Ser plenamente humanos es estar en comunión con otras personas y esto solo puede darse a través del agape, el amor más libre, aquel que nos implica anhelar a los demás.
Varias universidades encomendadas a la Compañía de Jesús, incluyendo nuestro ITESO, se manifiestan como de “inspiración cristiana”. Si bien no son universidades eclesiásticas ni confesionales, sí declaran que el sustento de su práctica educativa está en la visión cristiana de la vida. Quisiera compartir con ustedes en qué considero yo que consiste esta inspiración fundamental.
Para entender la visión cristiana del mundo y en particular de los seres humanos tenemos que remitirnos a Jesús de Nazaret, su experiencia de Dios y la pedagogía espiritual (o Mistagogía) que transmitió a sus discípulos. El Señor Jesús experimentó, entendió y testimonió que Dios es un padre para los hombres y mujeres y que su relación con ellas y ellos es de un amor incondicional, infinito e indiscriminado. Para el Dios revelado por Cristo lo fundamental son las personas, los seres humanos. Jesús denuncia el sinsentido de una religión (y organización social) centrada en las cosas y no en las personas. Para él no hay nada más sagrado y digno de respeto en el mundo que el ser humano. Por eso cada ser humano es más importante a los ojos de Dios que cualquier cosa, incluidas las cosas sagradas. Para los cristianos cada persona es un “absoluto”, en el sentido de tener un valor intrínseco que no se puede relativizar en función de nada, ni siquiera de las cosas y prácticas sagradas.
Para seguir profundizando en la visión cristiana es importante acercarnos a varios conceptos indispensables: el primero y fundamental es precisamente el de “persona”. Entender a la divinidad y al ser humano como persona es posiblemente la mayor contribución de la tradición cristiana a la humanidad. Para profundizar en su noción de persona, los cristianos reflexionaron con base en su experiencia para describir los elementos que la fundamentan: libertad, gratuidad, amor de agape y comunión. Sin estos referentes no se puede hablar de una visión cristiana de la realidad. Abordémoslos brevemente para entender su importancia y, sobre todo, la manera como están relacionados en un todo armónico.
La visión contemporánea de persona le debe mucho a la tradición cristiana, especialmente a los autores conocidos como los “tres grandes capadocios”: Basilio el Grande, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno. Estos místicos teólogos parten de su experiencia de trascendencia, de su encuentro vivencial con Dios como realidad última, y de captar que esa realidad última no es una soledad volcada sobre sí misma sino una comunidad de personas en relación. En relación entre ellas y con cada uno de nosotros. Para ellos, en la línea de Jesús de Nazaret, Dios no es un concepto o una idea, sino una presencia y una presencia en comunicación.
Fueron perfilando el discurso teológico que describe la experiencia del creyente al entrar en comunión con el misterio trinitario: una comunidad de personas cuya entrega libre, total e irrestricta les lleva a vivirse como Uno, sin división y al mismo tiempo sin confusión. Describe la vivencia de la paradoja de que mientras más se vacía cada una de estas personas en un acto de donación en las otras, desde el anhelo de verse convertido en vida del otro, en vez de perderse o diluirse, la propia identidad se fortalece y alcanza su plenitud.
Habría que subrayar que esta experiencia de Dios se encuentra ya en textos cristianos muy antiguos, donde podemos encontrar fórmulas proto-trinitarias. Un ejemplo claro es la oración-bendición con la que termina la 2ª Carta de Pablo a los Corintios: “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (del Padre) y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes”. Es decir, acoger la vida de Jesús, entregada como don (Charis, “gracia”) para que tengamos vida, nos permite acceder a la experiencia de Dios como fuente infinita de amor y desde esa experiencia, somos capacitados para vivir desde el dinamismo de la comunión. Integrados a la comunión nos volvemos agentes de común-unión para los demás.
Los primeros cristianos vincularon esta experiencia del Dios que es “entrega de sí” con un texto insólito de la Biblia hebrea. En Génesis 1:26 encontramos el primer relato de la creación del ser humano. Literalmente dice: “y dijo Dios (1ª persona singular): hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza (1ª persona plural).” Es decir, se habla de Dios a la vez como unidad y como pluralidad, caso inédito en la sagrada escritura de un pueblo con una religión monoteísta radical. Y llama especialmente la atención que este texto esté vinculado específicamente a la creación del ser humano, subrayando que fue “creado”, que vino a existir, como imagen y semejanza de este Dios que es unidad de la comunidad de distintos.
Los capadocios utilizaron el mismo término para describir a las “personas” trinitarias que a las personas humanas: hipóstasis, del gr. hypo, “lo que subyace o está debajo”, y stasis “estar de pie o simplemente estar”, es decir, aquello que fundamentalmente sostiene a quien está; en otras palabras, aquello en lo que radica su identidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen cada uno esta identidad irreductible, que al mismo tiempo no existe fuera de la comunión. La doctrina cristiana afirma lo mismo de cada ser humano, la identidad de cada ser humano es irreductible. Así, hipóstasis aparece como principio de diferenciación, lo que nos hace ser quien somos y no otra persona.
Por otro lado, los autores del dogma cristiano utilizaron también el mismo término (ousía) para describir la “unidad” (principio de unión), tanto la divina y como la humana. Esta unidad surge de la comunión de las personas (hipóstasis) haciéndose una a partir del dinamismo del amor (agape). Ousia se deriva de la sustantivación del participio griego on, del verbo einai, ser, que se tradujo al latín creando el término essentia, participio presente del verbo ser (ese), es decir, “siendo”.
En resumen, la identidad de las personas humanas es imagen de la identidad de las personas divinas, como la unidad humana (la comunión o esencia compartida) es imagen de la unión trinitaria. Ambas son inseparables y concomitantes. No existe la identidad irreductible sin la comunión ni la comunión sin la identidad irreductible de todos los que la constituyen. De esta explicitación de la experiencia cristiana de Dios y de la plenitud de la vida humana como parte de una común-unión surge una definición sucinta y completa de la persona como una auto-presencia (identidad) relacional. Es decir, sólo se puede ser plenamente persona (plenamente humano) en la medida en que somos parte de una relación de comunión con otras personas.
El amor es el vínculo que permite que las personas sean desde la comunión y que en la comunión descubran su condición de personas. Pero no cualquier “amor” sino el amor que los cristianos denominaron con el término griego agape. Hay tres términos griegos que definen un vínculo de atracción entre dos o más partes y que suelen todos traducirse como “amor”: eros, filia y ágape. La Mistagogía (didáctica espiritual) cristiana presenta a los dos primeros como necesarios para alcanzar el tercero. Son parte de la evolución de la conciencia a través de la cual nos vamos “haciendo personas”.
A diferencia de las personas trinitarias que son “increadas”, es decir, que son “eternas” (más allá del ser, del tiempo/espacio), los seres humanos son personas “creadas”. Aparecen en el tiempo/espacio y devienen en él, evolucionan o involucionan ya sea desarrollando o pervirtiendo su capacidad de alcanzar la comunión desde el amor. Es decir, las personas creadas aparecen en la realidad como posibilidad, pero necesitan desarrollarse plenamente para alcanzar todo su potencial. Este desarrollo implica que se “apropien” de un yo que no tenían (itinerario de individuación) y eventualmente puedan ofrecer ese yo “desapropiándose” de él en relaciones de amor de agape desde la comunión (itinerario de personificación). En este itinerario es fundamental el desarrollo de la conciencia, es decir, la manera como cada persona se percibe a sí misma, se entiende y se vive en relación con la realidad. La Mistagogía cristiana presenta el camino desde la toma de conciencia de los tres estamentos fundamentales del ser humano según la antropología paulina: cuerpo, mente y espíritu.
El primer yo que descubre cada individuo es su condición de cuerpo. Despierta a las necesidades del cuerpo e identifica su yo a esas necesidades: comer, beber, descansar, protegerse, etc. Es el mundo de la necesidad, donde cobran especial importancia aquellos objetos que pueden remediar nuestras necesidades. El vínculo del yo con sus objetos de necesidad se describe como eros, la experiencia descrita con la frase “lo necesito”. Este vínculo está regulado por el instinto, una actitud reactiva, de estímulo-respuesta, donde la libertad es muy limitada o inexistente. Con todo, va emergiendo la identidad del yo en un proceso de individuación, de toma de distancia del entorno y de afirmación de la individualidad.
Eventualmente despertamos a un nivel de conciencia más rico y gratificante. Descubrimos que no sólo se trata de sobrevivir, sino que la vida puede enriquecerse a través de elementos con los que sentimos “afinidad”: nos gustan, nos atraen, nos transmiten felicidad. Captamos que la vida puede tener o no “calidad”, ser gratificante o no. Percibimos que hay objetos que le brindan una especial calidad a nuestra existencia y esto por encima de otros objetos que nos son indiferentes o que rechazamos. Es el paso del mundo de la necesidad al mundo del deseo. No buscamos estos objetos porque los necesitamos sino porque al sernos “afines”, le transmiten placer, satisfacción a nuestra vida. El vínculo con los objetos del deseo se describe como filia, la experiencia que podemos describir con la frase “lo quiero”. El yo sigue su camino de diferenciación, de individuación, con base en aquello que prefiere porque le transmite calidad a su vida. Se consolida la libertad como capacidad de elegir. Nos vamos haciendo más humanos en la medida en que nuestros deseos cobran mayor importancia que nuestras necesidades. Ya no somos gobernados por el instinto, de manera reactiva, sino que desarrollamos estrategias para alcanzar nuestros objetos de deseo. Aparece la actitud proactiva, un horizonte de sentido que nos ayuda a regular la conducta para obtener la metas que deseamos.
Mi impresión es que la educación formal se centra en conducir a los individuos al paso de su conciencia instintiva (somática) a una conciencia proactiva (psicológica) a través del ejercicio apropiado de la libertad para optar por aquello que le brinda mayor calidad a nuestra existencia. Éste es tal vez el culmen del proceso de individuación, de hacernos individuos. Es un estadio importante, pero no el final en el proceso de alcanzar la plenitud de lo humano.
La siguiente etapa del itinerario es tal vez la más importante y difícil. Pasar de la individuación (un yo que pretende consolidarse desde sí mismo) a la personificación (un yo que descubre que no puede entenderse fuera de la relación con otros “yo”). Este nivel de conciencia, la conciencia espiritual o trascendente, inicia cuando la persona capta existencialmente que su identidad es más grande que ella misma, que su yo implica a otras muchas personas que “moran en ella” constituyéndola desde su amor y que ella a su vez ha pasado a ser parte de otros desde su entrega amorosa a ellos. Percibe que el yo sin el nosotros es imposible. Igualmente entiende que el nosotros sin la presencia de los yo irreductibles que lo integran es imposible. Aprende a ser uno con los demás, “sin división y sin confusión”. Ser uno con los demás sin estar “con-fundido” con ellos es lo que llamamos comunión.
La comunión se construye desde un nuevo nivel de conciencia, la conciencia contemplativa, la experiencia de vivir del don y de ser don. Recibir y dar en gratuidad. Nace cuando captamos que alguien nos entrega lo mejor de sí, su vida misma, en total gratuidad. Esta vivencia rompe la convicción, surgida de la conciencia proactiva, de que todo me lo tengo que ganar por mí mismo y que lo que más me agrada es porque me ha costado más trabajo. La conciencia contemplativa capta que lo más importante, ser amados por lo que somos y no por lo que hacemos, no es fruto del esfuerzo, sino que es, necesariamente, un regalo. Este es el principio del tercer tipo de vínculo que solemos traducir como “amor”, y que los cristianos denominaron con el término griego agape. Implica movernos del mundo de las necesidades y los deseos al mundo del anhelo, básicamente del anhelo de entrar en comunión con el amado y que nos ama, sin división y sin confusión. Queremos ser uno con el amado, que nada nos separe, pero sin perder la identidad de cada uno. El amado es sujeto de mi anhelo precisamente porque no es una proyección de mi yo (como pasa con el eros y la filia) sino por su total y radical alteridad que se me entrega libremente.
El agape, por lo tanto, describe el vínculo ya no con objetos (de necesidad o de deseo) sino con un sujeto que me ama (que se me entrega) desde su propia libertad (Aquel que “nos amó primero”). El dinamismo del agape se puede describir con la expresión “lo amo”, que espontáneamente utilizamos solo para personas y no para objetos. En el agape descubro el nivel de libertad más radical y pleno, la libertad para entregar mi existencia de manera que pase a ser parte de la existencia de otra persona y viceversa. La libertad de darse, de entregar la vida para que otros tengan vida. Y desde luego, captar que mi vida es en la medida en que la recibo de quienes se me entregan en libertad.
Este último estadio del itinerario de hacernos personas no se puede vivir en soledad. Requiere necesariamente ser parte de un colectivo donde el dinamismo del agape se pueda encarnar: sostenernos (hacernos) entre todos desde la donación mutua como expresión de la “benevolencia” (desear el bien) del amado. Habiendo recibido la imagen divina como posibilidad, nos vamos “asemejando” a Dios-comunión en el ejercicio de la mutua donación.
Una institución educativa que se presente como de “inspiración cristiana” debe tener este itinerario formativo muy presente. No puede conformarse con facilitar la individuación de sus alumnos, con ayudarles a formarse metas y objetivos y darles elementos para concretarlos de forma proactiva. La educación de inspiración cristiana tiene como intención fundamental facilitar el itinerario de personificación, ayudar a los formandos a captar que su identidad “es más grande que ellos mismos”, que necesariamente implica a los demás y esto no como desgracia sino como oportunidad. Esto implica instituciones y dinámicas institucionales que transmitan de manera ejemplar que lo más importante son las personas y la comunión capacitante entre ellas, y no las “cosas” ni los “procesos” que involucran cosas. Que lo fundamental en la vida parte del ejercicio de la gratuidad desde la libertad y no tanto del esfuerzo. Que puedan entender aquella expresión del P. Adolfo Nicolás, anterior general de la Compañía de Jesús, quien afirmaba que las instituciones educativas confiadas a la Compañía de Jesús no buscaban educar a los mejores “del” mundo, sino a los mejores “para” el mundo.
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