Encontrar y elegir la vocación personal
Fuente: Revista Magis
Edición: 502
Foto: Cathopics
Cada ser humano ha recibido como propia una faceta del misterio de Jesucristo. Nadie puede pretender tener en sí todas sus características: hay que prestar atención a aquellas que nos dinamizan para concretar el amor
Anteriormente he comentado que hay una corriente en la espiritualidad ignaciana, a la que me suscribo, que considera que la mistagogía de los Ejercicios Espirituales está principalmente dirigida a encontrar y elegir la vocación personal.
En nuestra entrega anterior describimos las experiencias fundantes personales como una de las fuentes privilegiadas para descubrir la propia vocación, que es equivalente a decir la propia identidad, nuestro “yo profundo”. Terminamos describiendo que este “rostro de Cristo en mí”, con el cual nos identificamos de manera especial a través de las experiencias fundantes, también lo descubrimos y confirmamos en la meditación y la contemplación de los pasajes de la vida del Señor que nos presentan los Evangelios.
Es natural que haya algunos de estos momentos de la vida de Jesús con los que resonamos “especialmente”, no como fruto de nuestro esfuerzo, de nuestro “deber ser”, sino de manera natural y espontánea. Podríamos decir que nos “reconocemos” en ese Jesús, en la disposición, la sensibilidad y el actuar del Señor que describe la escena bíblica particular.
Cada ser humano, creado a imagen de Dios, ha recibido como propia una faceta del misterio de Jesucristo, ser humano en plenitud. Nadie puede pretender tener en sí todas las características que Jesús nos presenta en los Evangelios. Eso implicaría algo de soberbia. Naturalmente, “entendemos” y resonamos con algunas de ellas, y no tanto con otras. No es que nos parezcan inapropiadas, desde luego, pero sí sentimos que no nos saldría de manera natural esa nota del carácter, el temperamento y el actuar del Señor Jesús.
En la búsqueda de la vocación personal sería un error pretender imponernos algunas de estas notas de carácter y temperamento que no nos son naturales. Más bien hay que prestarles atención especial a aquellas que nos entusiasman, que nos dinamizan para concretar el amor, aquellas en las que nos vemos reflejados de manera espontánea.
Esta imagen crística concreta la hemos recibido desde siempre, desde que fuimos “formados en el vientre de nuestra madre”. Sólo debemos “despertar” a ella. Ya decíamos que se ha manifestado especialmente en nuestras “experiencias fundantes”. Recordemos que las dos preguntas fundamentales para orar con ellas son: en ese momento privilegiado de conciencia de la presencia de Dios, ¿qué aprendí de Dios? y ¿qué aprendí de mí?
Lo vivido en esos momentos especiales de comunicación con el Dios vivo nos permite asomarnos a nuestro yo profundo, a nuestra verdadera identidad, a nuestra forma particular y personal de amar. Caemos en la cuenta de una verdad: “Yo soy amando así”.
De esta manera, alguien se puede sentir particularmente cercano a Jesús cuando en los Evangelios cura, o cuando consuela, o cuando denuncia la injusticia y promueve la verdad, cuando trabaja por la paz, o cuando ora a su Padre, etcétera.
Cuando integro estas afinidades evangélicas a lo que he aprendido de mí en mis experiencias fundantes, empieza a emerger un rostro, una identidad, esta vivencia de finalmente entender quién soy yo. Esto siempre se vive como una gran liberación (no tengo que seguir pretendiendo ser lo que no soy), y una gran alegría (porque finalmente puedo abrazar y gozar mi manera espontánea de amar y cocrear de la mano de Dios).
Esta imagen de Cristo, que se encuentra en lo más profundo de quien yo soy, se convierte así en la clave de interpretación para entender la vida, mi vida y mi vocación en ella, el sentido de mi existencia. Es el “rostro de mi Cristo”, es también mi rostro, mi identidad en Cristo. Experimento lo que Pablo describió de manera tan bella en Gálatas 2, 20: vivo en comunión con Cristo que vive en mí.
El “rostro de mi Cristo” es la consolación fundamental de mi vida, clave de discernimiento. Se convierte así en el secreto para nuestra vida de oración, para el apostolado, mi discernimiento, incluso para nuestro descanso y nuestra recreación. Es nuestra clave de integración y unificación, el corazón de nuestra vida.
El “rostro de mi Cristo” se transforma siempre en una moción profunda a amar, pero como una manera particular de amar, la mía, que es irrepetible. Mi felicidad (mi salud/salvación) está en entregarme a ella, vivirla permanentemente. No está en el plano del hacer o funcionar, sino del ser. Como ya decíamos, descubro que “yo soy” amando así. Dejo de desperdiciar mis energías vitales y dones en pretender lo que no soy, e invierto todo mi ser en aceptar (elegir) esa vocación natural que voy descubriendo.
Este centro de quien soy en el Corazón de Cristo se ha llamado en la espiritualidad ignaciana de muchas maneras: Principio y Fundamento personal, Parámetro Fundamental, Horizonte de Sentido, Vocación Personal, Ideal de Vida, etcétera.
Puede representarse simbólicamente a través de una palabra, una cita bíblica, una frase, una imagen, una melodía, u otro recurso, que nos permite evocar el “sentido definitivo” de nuestra existencia. En cualquier caso, no olvidar que no es referencia a una abstracción, sino a una persona, a Cristo, a la manera en que habita en mí.
Para compartirles un ejemplo. En mis Ejercicios de 30 días, durante el noviciado, poco a poco se fue configurando, madurando y consolidando mi vocación personal alrededor de una frase: “Siempre es mejor amar”. Se traduce en la importancia de buscar, en cada situación concreta que la vida me presente, la mejor manera de compartir lo mejor de mi persona para bien de quienes me rodean y esto a partir de un profundo aprecio y cariño por mis semejantes, consciente de su dignidad como hijas e hijos de Dios, hermanas y hermanos de familia.
La sencillez de estas expresiones para describir la vocación personal puede parecer engañosa. Para la persona que la ha encontrado y expresado, este símbolo está preñado de profundo significado, le remite a lo más sagrado de su vida, le permite entender la realidad y su manera de “estar en la vida como bendición para quienes encuentra”. Es la clave para focalizar todo lo que somos en un proyecto claro y congruente.
El padre Herbert Alphonso, SJ, alude a las que considera que pueden haber sido las expresiones que comunicaban de manera especial la vocación de grandes figuras de nuestra tradición cristiana. En primer lugar, sugiere que la vocación personal del Señor Jesús la encontramos en su término favorito para describir al Dios vivo: Abba (padre). Toda su vida se orientaba a vivir desde esa relación de hijo que se sabía/vivía amado por su Padre y a tratar de conducir a otros seres humanos a experimentarse como hijas e hijos de un Dios Abba que los ama de igual manera.
San Ignacio de Loyola expresa su vocación personal, el sentido fundamental de su vida, en su máxima “A mayor gloria de Dios”. Cada vez que Ignacio tenía que tomar una decisión, su criterio se traducía en la pregunta ¿dónde te puedo dar mayor gloria, Señor? Es decir, dónde puedo asegurar que te hagas más presente en la vida de mis hermanos y hermanas.
Algunos otros ejemplos serían: san Francisco de Asís (“Mi Dios y mi todo”, su manera particular de describir la experiencia de todo místico: “Sólo Dios basta”); san Alberto Hurtado, SJ (“El hermano es Cristo”, la sensibilidad para ver en cada ser humano la inhabitación del Señor); santa Teresa de Calcuta (“Tengo sed”, que describe la sed de Dios del amor de la humanidad).
Los Ejercicios Espirituales son una herramienta mistagógica diseñada especialmente para encontrar esta clave hermenéutica de mi vida. Descubrirla y optar por ella (elegirla) es el objeto de esta pedagogía espiritual.
Invocar mi “vocación personal” me permite ubicarme dentro del proyecto de Dios para mí en cualquier circunstancia. Por eso se vuelve punto central para mi discernimiento. Es la “ley que Dios ha grabado en mi corazón”. Es lo que me permite hallar a Dios en todas las cosas y a todas en Dios.
Finalmente, y no menos importante, es la clave para aprender a “aceptarnos”, para amarnos y entendernos completamente, como Dios lo hace.
Este camino de autoconocimiento en el Espíritu incluye, además de la vocación personal, otros dos elementos importantes que, podemos decir, nos ayudan a completar y elegir nuestra Identidad Personal en Cristo. Se trata de la misión personal y el apostolado/servicio concreto personal. Serán los temas que abordaremos en nuestro siguiente artículo.
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