Las "Experiencias Fundantes" y la vocación personal
Fuente: Revista Magis
Edición: 501
Foto: ITESO
Una experiencia fundante es un instante concreto del que puedo recordar circunstancias precisas, porque en ellas pude experimentar de modo inusualmente fuerte la Presencia de Dios
Al verlo, Simón Pedro cayó a las rodillas de Jesús diciendo: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” […] Jesús dijo a Simón: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. —Lc. 5: 8, 10b
Ya comentamos que existe un grupo de autores que considera que el fruto principal de los Ejercicios Espirituales es encontrar y elegir la vocación personal. Se trataría de descubrir y elegir la manera como Cristo ha querido vivir en mí y conmigo, una forma particular de amar, única e irrepetible, que constituye lo más profundo de mi identidad.
La cita de Lucas que pongo al principio de esta reflexión describe este dinamismo: el encuentro con el Inocente que desenmascara la mentira (pecado=egoísmo) de mi vida, pero desde la perspectiva esperanzadora de encontrar mi verdad, mi identidad. Esta nos es revelada a través de diferentes tipos de experiencias complementarias. En todo caso, la fuente de esa revelación será siempre el Señor, la manera como se relaciona y se ha relacionado conmigo a lo largo de mi vida, desde siempre.
En esta ocasión vamos a focalizar en uno de estos tipos de vivencia: la que se ha llamado “experiencia fundante”. Como el nombre indica, habla de una vivencia concreta de la persona, que por características propias se vuelve especialmente importante, fundamental, es decir, que aporta un cimiento importante sobre el que se puede consolidar nuestra identidad, nuestra “verdad”.
Aquí también encontramos distintos puntos de vista. Hay autores que hablan de una sola experiencia fundante, un verdadero parteaguas de la vida, que aporta de algún modo los datos fundamentales para que una persona se conozca de manera definitiva, se entienda, se ame, se comparta. Otros autores —y me cuento entre ellos— consideramos que, más que una sola experiencia, en realidad existen múltiples experiencias fundantes, cada una con su peso y su especificidad, que se complementan y consolidan mutuamente para ayudarnos a entender nuestro llamado, nuestra vocación, nuestra identidad.
Para entender este concepto nos vienen muy bien las Sagradas Escrituras, en particular los Evangelios. La vida del Señor Jesús está marcada por experiencias fundantes: su bautismo, las tentaciones en el desierto, la elección de los doce apóstoles, la multiplicación de los panes, etcétera. De hecho, los Evangelios son básicamente narraciones de las experiencias fundantes de Jesús, de sus apóstoles o de la Iglesia naciente.
A través de estos eventos concretos, el Señor fue entendiendo con claridad cuál era la voluntad de su Padrepara cada momento específico de su vida y cómo lo llamaba a vivirla. Fue entendiendo quién era Él como hombre y qué quería realizar su Padre a través de Él y con Él, es decir, cuál era su “voluntad”. En otras palabras, cuál era su vocación (llamado) y cuál su identidad.
El discipulado, el conocimiento interno del Señor Jesús, que es el centro de la Segunda Semana de los Ejercicios, consiste precisamente en acercarnos a estas experiencias fundantes del Señor y “vivirlas internamente”. Volveremos a esto en nuestro siguiente artículo.
Por ahora, me parece importante subrayar y constatar que nosotros también hemos vivido experiencias fundantes en las que Dios nos ha hablado directamente, o por medio de los acontecimientos y las personas, mostrándonos quiénes somos y cuál es su voluntad para nosotros. A través de ellas, Cristo nos ha estado “llamando”.
Experiencia fundante es un momento específico de la vida en que hemos sentido de manera especial la presencia de Dios:cuando esta “Presencia” cobró especial densidad, al grado de conmovernos y quedar registrada de modo privilegiado en nuestra memoria. Hace referencia a ocasiones en que nos sentimos más cercanos de Dios, de nuestros hermanos, de nosotros mismos. Podríamos decir que son nuestros momentos de mayor alegría y plenitud, de verdadero “entusiasmo” (recordemos que esta palabra significa “estar llenos de Dios”). No necesitan ser experiencias extraordinarias. Dios se manifiesta en lo cotidiano. Fueron los momentos en los que nos sentimos más consolados (aun en medio de dificultades), más creativos, más capaces de ser vida para los demás y, al mismo tiempo, conscientes de que todo lo recibimos de Dios.
La expresión “experiencia fundante” hace referencia a un instante, un momento concreto de nuestra existencia, en el que nuestra vida está llamada a cambiar definitivamente. Es muy importante subrayar las características de “momento” y “concreto”. Por ejemplo, una experiencia fundante no sería:“Los tres años que estudié catecismo y todo lo que aprendí de Dios en ellos”. Esto es demasiado vago y difuso. En contraste, una experiencia fundante sí es: “Un día, en el catecismo de primera comunión, justo cuando nos empezaron a hablar de la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, Lo sentí a mi lado, tan Real como todo lo que me rodeaba, y sentí que nunca querría yo perder esa Presencia, que era lo más bello que había experimentado en la vida. Además, quería dedicarme a invitar a otros a experimentarla, a facilitarles este encuentro…, etcétera”. Nótese lo concreto y detallado del recuerdo.
En otras palabras, una experiencia fundante es un instante concreto, definido en el espacio y el tiempo, cuando puedo recordar circunstancias precisas de lugares, personas, contextos. Pero lo más importante es la razón por la que tales circunstancias se me quedaron fijadas con esa fuerza en la memoria: en ellas pude experimentar de modo inusualmente fuerte la Presencia de Dios.
En el camino para descubrir nuestra vocación personal, las experiencias fundantes son una ayuda indispensable. En los Ejercicios suelo invitar a las personas participantes a que hagan un elenco de sus 10 principales experiencias fundantes. Una vez registradas, es importante orarlas para poder obtener de ellas el mayor fruto. Para esto seguimos la metodología propia de la oración ignaciana empezando con una “composición de lugar”,es decir, reconstruyendo mentalmente la escena con toda la precisión posible. Es importante fijarnos en el contexto y, sobre todo, en qué pensamientos y sentimientos había en nuestro corazón. La clave es revivirlos imaginariamente con toda la veracidad y el realismo posibles. Sólo al final de esa vivencia rememorativa y de habernos reencontrado con los contenidos de ese encuentro con Dios, podemos pasar al último momento de la oración. En él tratamos de responder dos preguntas básicas: en ese momento privilegiado de encuentro y comunicación con Dios, ¿qué aprendí de Dios? y ¿qué aprendí de mí?
Me gusta decir que las experiencias fundantes son como “semillas” que Dios va sembrando a lo largo de nuestra vida. Momentos privilegiados de encuentro con Él en los que accedemos a nuestro yo profundo, al núcleo de nuestra identidad. Cuando regresamos a “visitar” nuestras experiencias fundantes a través de la oración, nos sorprende que la semilla haya crecido y tenga nuevos frutos.
Con los elementos que hemos adquirido en momentos posteriores de nuestra vida descubrimos nuevas luces de esos encuentros con Dios. En las experiencias fundantes, esa Presencia especial del Señor nos permite entrar en contacto con lo más hondo de nuestro ser, con los elementos constitutivos de nuestra personalidad. En realidad, significa encontrarnos con las notas de la divinidad que nos han sido confiadas para encarnar el Amor en este mundo.
Por lo tanto, las experiencias fundantes son siempre una referencia a Cristo, a cuya imagen hemos sido creados. Mi existencia consiste en el dinamismo de entrega de esas “facetas” del Señor que me son propias y que Él mismo me ha ido revelando, como a Pedro en la cita de Lucas con la que iniciamos. Me capacitan para reconocerme en Cristo, el Inocente. Son “mi rostro de Cristo”, “mi Señor Jesús”. No como exclusividad posesiva, sino como notas de una identidad personal irrepetible y siempre referida al Señor. Así va emergiendo el núcleo de mi identidad, el sentido de mi vida. Este “mi rostro de Cristo” o “rostro de Cristo en mí” con el que nos identificamos de manera especial, también lo encontramos a través de otra fuente privilegiada: la meditación y la contemplación de los pasajes de la vida del Señor, tal como nos los transmiten los Evangelios. Ese será el tema de nuestra siguiente entrega.
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